miércoles, 7 de septiembre de 2016

ARCOS, ESTATUA DE LA LUZ



          Es difícil encontrar una tierra a la que se hayan ofrendado piropos de mayor galanura que los que tiene recibidos vuestro Arcos. Y es común, universalmente cierto, que se le proclama “el pueblo más bonito y luminoso de Andalucía”: un pueblo, es verdad, que a ninguno otro se parece. De veras que yo no sé a que primera alegría de Arcos pueden atender los ojos cuneado llegan hasta su presencia.
          Se le ve, de lejos, como sí aquí, de súbito, crecido en el campo, la Ciudad fuese un poco escala de los cielos. Todas las alturas invitan a seguir la ascensión, porque, en su fondo, el corazón guarda una contenida prisa por calmarse en los cielos. Quien mirar de cerca, desde abajo, ciñéndose a sus muros., la Giralda, y entona los ojos y piensa en sus campanas, cree que al llegar su espíritu a la veleta airosa del Giraldillo, va a seguir su ascensión para llegar hasta la llanuria de las estrellas. Quien mira vuestra Peña, desde abajo, desde la ribera de los sembrados, y la ve rodeada como de un halo, de un nimbo,. De una bóveda de pájaros., también quisiera seguir ascensionalmente, hacia arriba y perderse más allá de las torres de Santa María en la gloria de Dios.
          Es el privilegio de las criaturas que, por las manos abiertas de sus claridades, parecen que están tocando las jambas de la gloria, nos ciega, en Arcos, primero, un fulgor; luego, una blancura remansada; después, cruje, se abre, la cal, que se empieza a tocar con el corazón, antes que con los ojos, y no digamos antes que con los dedos. Esta es su primera claridad manifestada: su luz. Una luz que asciende al aire y casi parece que se acerca Dios en ella, de modo que van a rozarnos las alas de los ángeles contemplativos.
          Una luz que criaturiza, que hace más tangible vuestra Peña, que acerca vuestras campanas, que perfila vuestros balcones y esas mínimas ventanas, también, que se abren al río, como pequeños ojos encalados. Bajo esta luz, Arcos extiende ya su primer milagro: el de ser a un tiempo, remoto y nuevo, ilustre y recién creado.
          Yo recuerdo –y pasaron algunos años, pero esta en mis vivísimo su resplandor amigo- la primera vez que vine hasta vosotros.
          Latía un azul como patio de convento de clausura, en los sueños. Fulgía en las casas y los muros un blanco reverberarte increíble; y yo mismo no lo había creído, si no supiera, como lo se, que mis ojos nunca habían contemplado blancura tan intocada. Pepe y Jesús de las Cuevas, ya entonces amigos en esa línea, infracturable, en que la amistad se hace fraterna y para siempre, me llevaron, antes de al mundo delicioso de su casa, a los miradores del Ayuntamiento.
          Por las campanas de Santa María cruzaban los pájaros, casi haciéndolas sonar, como en una milagrosa liturgia de picos, alas y revuelos cantores. Es uno de los grandes hallazgos que hace el corazón del hombre cuando se viene de lejos, de la ciudad ruidosa; el encuentro del pájaro como compañía,. A mí aquella mañana se me quedaron cubiertos en sangre y espíritu de pájaros, de resonancias finas, de azules puros, de saludos amables, de cortesías de a la paz de Dios. Mirábamos el paisaje desde la Peña. Las tierras estiradas, grises, verdes, mansas, hermanas de la brisa y el arado de la copla y del primor; las viñas escondidas, al sol de zumo granándose, como pequeños cofres de la alhaja del vino: como manos niñas que escondieran los duendes de la alegría; y los olivos, verdes, apretados, ubérrimos; y las blancuras trigueras; y las diminutas casas campesinas, encaladas, limpias; y el Guadalete ceñido a Arcos como una faja sus flancos de terrosos, con ese jardín de zafiros que le florece en los rumores de las orillas, bajas; con esa íntima comunicación con que se hablan las piedras venerables y las aguas ilustres.
          Sí. Veíamos el paisaje; y cuando la luz, en aquel mediodía de mi llegada, se hizo estatua de las doce campana de visitación del Arcángel; y las de Santa María grandes y bíblicas, fueron cayendo, son a son, sobre azoteas y árboles, hasta la carretera, allá abajo, un hombre del campo, lento y solemne, detuvo su yegua caobeña y se descubrió, reverente, para saludar al Ángelus. Yo recuerdo que Jesús de las Cuevas, son esa finura de geómetra de la imaginería poética, con esa cancelación de la agudeza que son calidades tan suyas, nos dijo: “Miradlo. Anda como un planeta”.
          Y era cierto. Como un planeta, porque vivía en un mundo aparte. Mundo mayor ante el espíritu que los planetas geográficos y siderales, porque es el mundo de la transparencia y la blancura. Aquel hombre se movía con la suma elegancia, inimitable de los hombres que tienen prisa. Se descubría, porque el Cielo acababa de abridse en azucenas de anunciación. Y entonces si que medí en toda su hondura y altura la significación de esta blanca serenidad de Arcos. A esta Peña –pensé- solo se sube luego de haber purificado en la ascensión. De modo que todo pueblo alzado, como lo está Arcos, es una tremenda lección de ascensionalidad, de búsqueda de Dios, de invitación a la elegancia de recreo del espíritu, de eco de la gloria.
          Aquí se hizo sangre la historia, linaje el heroísmo, alcurnia el privilegio de los reyes,. Pero dentro de esa calma en que esta varada la Ciudad, la luz, que hiere con mansedumbre, y a diario, los ojos que saben mirarla, es una luz viva, que canta, proclamada la gentileza y continuidad de Arcos sobre el tiempo.

FRANCISCO MONTERO GALVACHE

(Texto tomado del libro “Cantando mi provincia “- Cádiz 1975)


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