Carmen Sevilla y Vicente Patuel posan
felices tras su matrimonio. La celebración, que tuvo lugar en la casa-palacio
del duque de Ahumada en Arcos de la Frontera, terminó con un brindis con
champán.
ESTAS MEMORIAS NO INTENTAN, POR
SUPUESTO, ser una contribución a la Historia. Como
mucho, una recopilación de testimonios, más o menos valiosos, que permitan
disponer de una visión de hechos pasados y, sobre todo, de individuos que
existen o que ya no viven. Este género tiene una justificación, según Rose
Kennedy, la matriarca del famoso clan: impedir que se desvanezca con el tiempo
la memoria de los hechos públicos de hombres y mujeres.
Uno escribe las memorias a sabiendas de
que el lector pueda pensar que me considero una persona con una especial sabiduría
o bien con un particular bagaje de experiencia. Sobre lo primero, el pudor y la
modestia impiden cualquier comentario por mi parte. Lo segundo, no es que lo
crea, sino que más de 30 años de profesión y más de 10.000 entrevistas y
reportajes lo respaldan.
Ante este panorama no puedo menos que
confesar, con Pablo Neruda, "que he vivido". Y mucho. Aunque,
recordando a Stevenson, reconozco que mi memoria es magnífica, para olvidar.
Pero tantas cosas han pasado ante mis ojos que, aunque muy lejos, en algunos
casos, atrás, flota la memoria. Al disponerme a redactar estos recuerdos, tengo
la sensación de que son como una esperanza invertida: se mira al fondo del pozo
como antes se miraba a la cima de la torre. Voy a intentar contar todo. Todo lo
que recuerde, que es más de lo que creía, hasta el punto de que, al disponerme
a escribir, me sorprendo a mí mismo recordando cosas que no sabía que supiese.
Estoy consciente de que los recuerdos en
forma de memorias son, a veces, vientos que inventan nubarrones y tormentas. Lo
asumo. Me gustaría, con Marcel Proust, que la mejor parte de mis recuerdos
residiera fuera de mí, en el sonido de una melodía o en el aroma de un perfume
y no en las grandezas e incluso miserias de nuestros hombres y mujeres. De todo
ha habido en los protagonistas de estas memorias que hoy suenan a la marcha
nupcial de Mendelsson que no se oyó.
¿QUIÉN DA MÁS?
Desgraciadamente, hoy en día vender una
boda, cobrar por casarse o casarse para cobrar es tan común como comprar o
vender un piso. Hasta el príncipe Eduardo, hijo menor de la reina de
Inglaterra, ha cobrado por la venta de la exclusiva de su boda con Sophie
Rhys-Jones. Pero en 1985, que un famoso pusiera precio a su boda era algo
inimaginable, una pasada. El ansia dineraria de los famosos no se había
desatado aún. Pero con mi marcha de Hola, cuando se convierte en la revista del
hijo de Sánchez, y con la salida de La Revista (que nada tiene que ver con LA
REVISTA que leen ahora ustedes) para competir, bajo mi dirección, con la que
había sido mi casa durante 20 años, se rompió el equilibrio del mercado. Todo
dios puso en almoneda su intimidad. Unos para ganar un dinero fácil y otros por
necesidad. Tal fue el caso de Carmen Sevilla y Vicente Patuel que, tras 11 años
de noviazgo y, en vísperas de obtener el divorcio él, deciden casarse, si no
como Dios manda, que no podía ser, al menos legalmente. Como así fue.
La noticia de que Carmen estaba a punto de
casarse con Patuel disparó el interés de las revistas por hacerse con la
exclusiva de la boda de la más famosa y querida estrella del firmamento
artístico español. Y aunque Vicente aún no tenía la sentencia que le liberaba
de un anterior matrimonio, había que asegurarse la exclusiva negociándola con
antelación. Yo me quedé con la boda. Aun a riesgo de que, por cualquier
incidente o accidente, ésta no se celebrara. Pero Carmen Sevilla valía los 25
millones en que se fijó la operación. Fueron meses de preocupaciones y
angustias. Tanto para la pareja como para el director de La Revista, que era
yo. El día que me visitaron con la sentencia en el bolsillo, todos respiramos
tranquilos. Y comenzó la operación.
Es de justicia reconocer que tanto Carmen
como Vicente dejaron el operativo de la boda a mi muy personal dirección. El
problema era, como lo es siempre, defender la exclusiva evitando filtraciones.
La primera preocupación: elegir el lugar. Buscamos la colaboración de íntimos
amigos: el ganadero jerezano Antonio Romero Girón, que aportaría carruaje y
caballos, y el duque de Ahumada, que cedió su casa-palacio en Arcos de la
Frontera. Segunda preocupación: el traje de la novia. Lina y Francisco, los
famosos modistas de Sevilla, se decidieron por un vestido goyesco, de
inspiración sevillana. Tercera preocupación: el juzgado. No podía ser otro que
el de Arcos. Su titular, Mª José Romero, accedió bajo autorización del entonces
ministro de Justicia, señor Ledesma, a que la boda se celebrara a una hora tan
intempestiva como discreta: las tres de la tarde.
Resueltos estos problemas, había que
defender la exclusiva asegurando la discreción. Vicente fue citado al mediodía
en el sevillano hotel de Los Lebreros. Carmen viajó en coche desde su
residencia en Madrid, de donde salió de madrugada para trasladarse hasta Jerez
de la Frontera. Desde allí, y sin que los novios conocieran ni el destino ni el
escenario donde iba a celebrarse la boda, marchó el cortejo en la calurosa
tarde del 5 de septiembre de 1985 hacia el juzgado donde Carmen vio por primera
vez y vistió su precioso traje de novia y se colocó un collar de zafiros y
brillantes que Vicente le había regalado. En el muslo derecho, la cinta azul
tradicional.
ALTO SECRETO
Nerviosa como una novia de 15 años se
santiguó antes de entrar en la sala donde le esperaba la juez. La ceremonia fue
breve, pero de intensa emoción. Actuaron de testigos doña Isabel de la Mata y
don Desiderio de la Rosa, madrastra y hombre de confianza del novio. El secreto
con el que se había llevado la operación impidió, por aquello de evitar
filtraciones, incluso la presencia de Augusto, el hijo de Carmen habido de su
primer matrimonio con Algueró. La alianza que un Vicente muy nervioso colocó en
el dedo de Carmen llevaba una entrañable y misteriosa fecha: 28 de marzo de
1974. Era el día en que se habían conocido.
Desde los juzgados de Arcos, los ya marido
y mujer se dirigieron al palacio-cortijo del descendiente del duque de Ahumada,
donde les esperaba un coche de caballos milord, a la inglesa, tirado por dos
caballos cartujanos: Único y Regalado, de Romero Girón, el ganadero jerezano al
que yo había pedido la presencia de un sacerdote ya que, Carmen, tan católica y
religiosa practicante, deseaba al menos, ya que no había podido casarse por la
iglesia, rezar en la capilla del cortijo. "A mí, aquel cura me pareció
raro", me confesaría Carmen años después. Algo así como un cura loco que
corría de allá para acá levantándose la sotana y sirviendo güisquis al amo.
Pero Carmen era feliz. ¿Qué importaba que aquel cura fuera ful o simplemente un
sacristán de pueblo? Ella se había convertido en lo que había soñado durante 11
años, en la señora de Patuel, lo que afortunadamente sigue siendo.
Tengo que reconocer que me siento
orgulloso de haber tenido tan buena mano. Lo que no puedo decir de muchas de
mis bodas reales. Concretamente, de cuatro de la familia real británica de las
que fui testigo: la princesa Margarita, la princesa Ana, y los príncipes Andrés
y Carlos. Mientras Carmen y Vicente siguen igual de enamorados que aquel
hermoso día, esos cuatro ya están divorciados. De la boda de Carmen Sevilla con
Vicente Patuel siempre me alegraré haber apadrinado.
DINERO: Carmen Sevilla valía los
25 millones en que se fijó la operación. SECRETO: Los novios no conocían el escenario donde iba a celebrarse la boda. VESTIDO:La boda se celebró a una hora tan
intempestiva como discreta: las tres de la tarde. HORA: Antonio es del Sevilla y Rafael, del
Betis. DISCRECCIÓN: El secreto con que se había llevado a cabo la operación impidió incluso la
presencia de Augusto, el hijo de Carmen.
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