A aquellos que están hartos de
invertir su tiempo de ocio en acudir a ventas para hartarse de venado en salsa,
a quienes están cansados de rutas verdes en las que echar las asaduras mientras
se asciende un pico o se vadea un arroyo crecido y a todos los que están hasta
el moño de excursiones insulsas les ofrecemos hoy un viaje diferente y rayano
en lo paranormal. Tan sólo tenemos que acercarnos a Arcos de la Frontera y
encaminar nuestros pasos a la parroquia de San Pedro, donde se abre una ventana
al Mundo de los Muertos.
El culto a las reliquias fue algo
que caracterizó a la Iglesia prácticamente desde su nacimiento. Ya en las
catacumbas los cuerpos de los mártires eran colocados en lugares destacados
para que todos les rindiesen culto. Con el fin de las persecuciones en el siglo
IV y el casi inmediato encumbramiento del cristianismo como religión oficial
comenzó la caza de aquellos objetos que habían estado en contacto con Cristo.
Ahí tenemos a Santa Elena buscando como una loca la Vera Cruz, a los cruzados
guerreando en pos del Santo Grial, a San Luis Rey de Francia comprándole a un
mercader la Corona de Espinas y a la Casa Real de Saboya guardando con celo la
madre de todas las reliquias, que no es otra que la Sábana Santa. Pero no
piensen que sólo Jesús fue generador de vestigios sagrados. Los cadáveres de
los santos (enteros o despiezados) comenzaron a venerarse en monasterios y
catedrales, llegándose en la Edad Media al delirio de las asombrosas reliquias
bizarras tales como las plumas del Arcángel San Gabriel, el agua del Diluvio,
la leche de la Virgen o el Santo Prepucio.
Las razones del éxito de las
reliquias eran varias. Se les atribuían propiedades milagrosas, mágicas si
ustedes quieren pues curaban a quienes entraban en contacto con ellas, o con
algo tocado por ellas, como los célebres manantiales que brotaban de las tumbas
de los santos medievales cuyas aguas eran bebidas con fruición por los devotos
(sí, a mí también me da asco, pero la Fe es la Fe). Por otro lado eran fuentes
de ingresos para sus poseedores y para los lugares en los que se encontraban,
ya que atraían a numerosos peregrinos que se dejaban allí los cuartos bien como
limosna o para pagar comida y alojamiento. De ahí se explica la prosperidad de
ciudades como Santiago de Compostela. Además de estos valores a medio camino
entre lo espiritual, lo supersticioso y lo mercantil, durante la época barroca
se le añadió uno más que podríamos denominar como valor testimonial. Frente a
la creencia de ciertas sectas protestantes en la predestinación (uno hiciera lo
que hiciera en esta vida estaba de antemano destinado a salvarse o condenarse)
la Iglesia Católica sostenía que cada cuál con sus obras ganaba el Cielo o el
Infierno, de modo que las reliquias eran la prueba material de la existencia de
personas que con su vida ejemplar habían alcanzado la Gloria, como era el caso
de los santos. Este teatro macabro que muestra con descaro cadáveres y cortes
humanos, tan propio de los siglos XVII y XVIII es precisamente el que nos
encontramos en la parroquia de San Pedro de Arcos.
Les recomiendo que emprendan el
viaje una mañana luminosa, que se cieguen con la blancura de las casas
encaladas de Arcos y que caminen un buen rato por el pueblo hasta llegar a la
iglesia de san Pedro, encajada en un lugar imposible dentro de un entramado
urbano imposible marcado por la peña. Al acceder al templo entraremos en el
Reino de las Tinieblas pues apenas si hay ventanas. El único brillo lo
encontraremos en las velas y en los leves destellos de las piezas doradas. Es
mejor antes dar una vuelta por la única nave y recrearse con las tablas de
Hernando de Esturmio, las tallas de Cristóbal de Voisín y Jerónimo de Valencia,
la plata, los frescos y, en definitiva, las maravillas que guarda este
edificio. Para el final dejaremos el viaje al Más Allá. Junto al acceso a la
capilla mayor, en la parte inferior de dos soberbios retablos barrocos están
ellos. San Víctor y San Fructuoso nos esperan recostados, vestidos con sus
mejores galas, como si acabasen de venir de una fiesta y estuviesen
descansando. Cuentan que llegaron de Roma en 1768. Allí habían reposado durante
cientos de años en las catacumbas de San Calixto hasta que el papa Clemente
XIII se los regaló al arqueño Manuel Simón Ayllón, que se los trajo a su
pueblo. Aquí sufrieron un proceso de maquillaje y puesta en escena que los dejó
de dulce: piedras preciosas, brocados, flores secas, seda y oro, además de los
dos retablos repletos de molduras, rocallas y guirnaldas. Todo para atraernos
hasta la cruda realidad de la muerte. Quizás en otro tiempo fueran preciados
tesoros, objetos de culto. Hoy son sólo dos momias.
Tienen un aire ridículo, hasta
patético. Cargados de joyas y vestidos como soldados afeminados dispuestos para
salir en una opereta. Con el tiempo, el mensaje de San Víctor y San Fructuoso
ha cambiado. Para el pueblo ya no son vencedores de la Fe, ni héroes a los que
venerar. Ahora son bichos raros que hacen llorar a los niños y volver la cara a
la mayoría. Hoy nos recuerdan (como muchas de las pinturas barrocas) que el
tiempo no pasa en vano, que la riqueza terrena no sirve para nada. Sus huesos
descarnados y su sangre seca en envoltorio de lujo son una buena prueba.
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